LA SANTA - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
La Santa - Gabriel García Márquez
Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a
primera
vista por su castellano difícil y
su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban
rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a
Roma
por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad
de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la
pregunta que me carcomía por dentro.
- ¿Qué pasó con la santa?
- Ahí está la
santa –me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de
su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años
pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y
si
nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII
padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de Tolima,
en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se
presentó una mañana en nuestro consulado con la
maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al
tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le
había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a
su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió
poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la
verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de
su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la
tumba contigua, por el contrario,
la niña
seguía
intacta
después de
once años. Tanto,
que cuando destaparon la caja se
sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y
hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de
su aldea, sino un asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida
de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y
causaban la impresión
insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y
los
azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la
llegada. Al principio con
una ayuda
diplomática más compasiva
que eficaz,
y luego
con cuantas artimañas se le
ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su
paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y
le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el
Papa superara la
crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la
santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el
patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por
entre los turistas que llegaban de todo el mundo
para verlo, como Margarito
esperaba,
sino que
pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de
tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le
contó que el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban
la santificación
de cadáveres intactos en
distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
- Debe ser un caso de sugestión colectiva –dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en
su cuarto,
encarnizado en
la lectura
de
cualquier libro
que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia,
escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía
preciosista
de amanuense mayor, para
rendir
cuentas
estrictas
y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año
conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de
que
cambiara su vestido fúnebre, y
el
chaleco y
el
sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo
de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
- Los santos viven en su tiempo propio –decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine,
y viví su calvario
con una intensidad
inolvidable.
La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La
llamábamos María Bella, y era
guapa
y
temperamental
en la
plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de
su cuarto.
En realidad, la que
llevaba el
peso
de
la vida cotidiana era su hermana mayor, la
tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba
por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el más hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de
ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero
Silva se
había ganado el
privilegio
de
que los romanos
no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a
las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de
seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.
- Eres San Marcos reencarnado, figlio mio –exclamaba la
tía
Antonieta
asombrada de veras-. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el
león
el que dio la réplica. El tenor inició el
dueto de amor del Otello: Già nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la
respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario
que abrió las ventanas para santificar
sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de
pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a
la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y
una
gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en
la ciudad
de Palermo había un
enorme museo con
los cadáveres
incorruptos de
hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.
- No son el mismo caso –dijo-. A
estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo
Roma sucumbía
en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba
a moverse,
y una
muchedumbre jubilosa
se echaba
a las
calles
sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y
chocolates a las putitas de verano que mariposeaban
bajo los
laureles
centenarios de la Villa
Borghese,
en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de
organiza azul, de
popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y
se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a
tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y
sus
amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a
la
Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a
su
guardián. Los visitantes del
parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin
distinción, pero el vigilante se
dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó
que Margarito
debió
estar ese día con
otros
leones
que lo
habían
contaminado
de su olor. Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra.
- En todo caso –dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al
tenor Ribera Silva no fue
aquel episodio sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar
con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar a Margarito a
resolver
su soledad.
Conmovida por
la debilidad
de nuestros corazones, María Bella se
apretó la
pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.
-
Yo lo haría por caridad –dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de
cuerpo entero con
su talco alcanforado para
después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un
sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la
alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.
- Buona sera giovanotto –le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la
puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y
los
zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué
hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto
con
la mirada, y
descubrió
el estuche de madera sobre
la
chimenea. Preguntó
si era
un saxofón.
Margarito no le contestó,
sino que entreabrió
la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como
nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y
se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de
ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. “Es que en esta casa espantan”, me dijo. “Y
ahora a pleno día”. Me contó
con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a
su amante en el cuarto que ocupaba el
tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la
aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
- Acabo de verla caminando en pelota por el corredor –dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las
terrazas floridas del verano se cerraron
con los primeros
vientos, y el tenor
y yo volvimos
a la tractoría del Trastévere donde solíamos
cenar
con los alumnos
de canto del
conde Carlo
Calcagni, y
algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a
nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y
se sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la
media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y
quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le preguntó si
tocaba el
violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue
el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.
- No es un violonchelo –dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló
con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.
- Estoy seguro –dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y
guión, uno de los grandes de la historia
del cine y el único que mantenía con nosotros
una
relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el
oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se
le caían los ánimos. “Lástima que haya que filmarlo”,
decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la
puerta de su casa de la
calle Angela Merici,
ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos
anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y
él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de
enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
- Ammazza! –murmuró espantado.
Miró
a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. “Gracias, hijo, muchas gracias”, le
dijo. “Y que Dios te acompañe en tu lucha”. Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
- No sirve para el cine –dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había no que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella
nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
- Ya lo tengo -gritó-. La
película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.
- ¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. "No
seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y reflexionó en serio:
- Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes
como pájaros fosforescentes
que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
- Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que
no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y
viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y
le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda".
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
- ¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan
perplejos, que
no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el
dedo, como en
la escuela, para pedir la palabra.
- Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
- ¿Y por qué no?
- Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
- Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me
contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado.
El Papa
lo escuchó con tanta
atención
como
le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.
- Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de
éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.
Nunca se supo si fue una broma. Margarito
creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al baño". María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la
vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.
- Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó
ante el titular del periódico
que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por
un instante
lo sostuvo
en vilo
la ilusión
de
que era
un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el
sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto
turbia,
y los
lugares
que habían
sido míos y
sustentaban
mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de
María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a
través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir:
- Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la
Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había
sido devorado por una maleza sin flores, y
las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente
de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y
acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas de
la Plaza de
España. Pues la Roma de
nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua
dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:
- Hola, poeta.
Era él,
viejo
y cansado.
Habían muerto
cinco Papas, la
Roma eterna mostraba los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más", me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y
su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la
luz
empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.
1. ¿Cuál es el papel de la religión en la vida de la protagonista en el cuento "La Santa"?
2. ¿Cómo se establece el contraste entre la vida exterior y el mundo interior de la protagonista a lo largo del relato?
3. ¿De qué manera influye el entorno social y cultural en la percepción de la protagonista sobre su estado de "santidad"?
4. ¿Cuál es el conflicto central que enfrenta la protagonista y cómo afecta su relación con su familia?
5. ¿Cómo se desarrolla la relación entre la protagonista y su marido a lo largo de la historia, y cuáles son las tensiones presentes en su matrimonio?
6. ¿Qué simbolismo tiene el pajarito en la historia y cómo contribuye a la evolución de la protagonista?
7. ¿De qué manera se aborda la idea de la liberación personal en relación con las responsabilidades familiares en "La Santa"?
8. ¿Cómo influyen las expectativas de la sociedad en la percepción de la protagonista sobre su propia vida y su búsqueda de "santidad"?
9. ¿Qué significado se puede atribuir al título del cuento en relación con la transformación de la protagonista?
10. ¿Cómo se presenta el tema de la autodescubrimiento a lo largo de la narración y cómo afecta a la protagonista en su viaje emocional?
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