DIECISIETE INGLESES ENVENENADOS - GARCÍA MÁRQUEZ
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Diecisiete ingleses envenenados
Doce cuentos peregrinos (1992)
Lo primero que notó la señora
Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor
del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo
hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de
Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero
de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y
dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.
Desde el amanecer se habían
visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que
siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la
incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo
pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue
una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días
anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto
para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San
Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser
demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había
prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la
gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por
concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor
que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por
cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban
con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta
después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban
amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas
comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el
mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de
encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo
ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se
comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy
despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza
tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el
horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios
familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en
dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos
viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le
había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto
ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron
sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían
desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto.
La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los
italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el
suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así
deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la
punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de
tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy
bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
—Mamma mía —dijo,
señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora
Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre
maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres
tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con
chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la
mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos
de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que
encontró para agarrarse en el instante de morir.
—Debió caerse de una boda
—dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión
instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos
lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.
Pero la señora Prudencia
Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de
faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en
la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de
cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas
durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco
se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo
que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero,
radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de
palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas.
Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora
Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de
su casa.
Mientras duró la maniobra
los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto
del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas
dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la
tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el
periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar
del calor.
En medio de aquella
algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de
mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos
tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las
partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo
vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago
había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda
ni una moneda de calidad.
Fascinada por el
espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo
agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento
tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos
y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de
cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de
cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la
misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre
su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando
en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras
de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no
quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.
—Nadie debe estar aquí a
esta hora —le dijo el oficial con cierta amabilidad—.
—¿ Puedo ayudarla en algo
?
—Tengo que esperar al
cónsul —dijo ella.
Así era. Dos días antes
de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles,
que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en
los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora
de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San
Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus
leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que
iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas
sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces
tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse,
sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y
terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a
encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose
en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin
esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las
ganas de llorar.
—Es inútil que siga
rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se
va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media
Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era probable
que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con
seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un
hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al
consulado, cuyo numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora
Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó
en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso
dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel
decente.
El taxi decrépito con
rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La
señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los
únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de
la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta
pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que
había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de
calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una
playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores
intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos
vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El
chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora
Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y
amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el
ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a
cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un
vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un
hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante
alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro
de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las
casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncil os rotos y sus eructos
ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces
el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a
la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente
lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de
colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de
inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó
el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el
olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises
de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el
corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y
sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera.
Eran diecisiete, y
estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces
repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin
distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la
larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los
ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que
retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso —dijo.
—Este es el único que
tiene comedor, signara—dijo el cargador.
—No importa —dijo ella.
El cargador hizo un gesto
de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la
canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la
dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía
la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el
hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes
por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí,
que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de
la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas
dur—miendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las
persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura
y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se
quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por
primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió
recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias
y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama
matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro
manantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera
vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa
después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos
indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la
mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que
había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido
en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el
enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y
pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme
aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos
domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el
amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer
fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y
Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la
familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el
papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la
tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de
magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir
sus copias del retrato, el inválido empezó a des—vanecerse en la cama, y se fue
despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la
baranda de un barco.
Su muerte no fue para la
viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus
hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les
contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
—Me voy sola y con el
hábito de San Francisco —les advirtió—. Es una manda.
Lo único grato que le
quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco,
mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se
quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo
que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había
encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado
hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque
la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo
a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la
acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía
quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La
señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas
y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se
encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con
manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros
con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios
sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón
apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero
no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la
penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era
rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal
en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una
fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de
guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del
día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo
comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia,
a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que
había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en
las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por
servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la
guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro
que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
—Para mí —dijo—sería como
comerme un hijo.
Así que debió conformarse
con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de
tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el
cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza
de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en
Bolivia, y hablaba un castellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia
Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y
observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un
aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del
carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer
nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.
Conversaron despacio,
ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los
comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un
juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran
un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya
era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del
café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de
hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido
un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada
a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.
—Desde hace siglos
—concluyó el cura—los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una
vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y
volubles, pero también los ha curado de la crueldad.
—Ni siquiera pararon el
barco —dijo ella.
—Lo que hacen es avisar
por radio a las autoridades del puerto —dijo el cura—Ya a esta hora deben
haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el
humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo
entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más
próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos
algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del
fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y
bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo
tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
—¿Usted cree que sea muy
difícil ver al Papa? —preguntó.
El cura le contestó que
nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y
los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo
entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
—¿Y cuánto cobra por
confesarlo a uno? —preguntó ella.
—El Santo Padre no
confiesa a nadie —dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por
supuesto.
—No veo por qué va a
negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos —dijo ella.
—Hasta algunos reyes, con
ser reyes, se han muerto esperando —dijo el cura—.
Pero dígame: debe ser un
pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por
confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia
Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.
—¡Ave María Purísima!
—dijo—. Me bastaría con verlo. —Y agregó con un suspiro que pareció salirle del
alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!
En realidad, seguía
asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese
lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba
para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad
que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda,
la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la
luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que
había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir
con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin
camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se
abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de
sandías.
El ambiente era de
fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el
rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas
sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes
le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo
de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras
diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta,
le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo
necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida, y al
final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de
mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su
puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis
funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de
la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado,
enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada
que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque
había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de
carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente
al edificio de su hotel.
Empinada por encima del
hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los
turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos
estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido
con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela,
corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity
College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones,
y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un
estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las
ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de
guerra.
Aturdida por tantos
estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los
clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron
quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e
iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo,
donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La
dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
—Todos están muertos —le
dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de
ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!
Le entregó la llave del
cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su
dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece
vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero
pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de
escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada
in—franqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al
mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la
cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los
diecisiete ingleses envenenados.
Abril 1980.
¿Cómo se siente la señora Prudencia Linero al llegar al puerto de Nápoles?
¿Cuál es el significado del hábito de San Francisco que la señora Prudencia Linero usa en su viaje?
¿Por qué la señora Prudencia Linero decide viajar a Roma?
¿Qué opinión tiene la señora Prudencia Linero sobre Italia y los italianos?
¿Qué le sucede a la señora Prudencia Linero cuando llega a una fonda en Nápoles?
¿Qué explicación le da el cura yugoslavo a la señora Prudencia Linero sobre la situación de los ahogados en Nápoles?
¿Cómo se siente la señora Prudencia Linero después de conversar con el cura en la fonda?
¿Qué contratiempo enfrenta la señora Prudencia Linero al intentar regresar a su hotel?
¿Por qué la señora Prudencia Linero no puede continuar caminando y regresar a su hotel?
¿Qué descubre la señora Prudencia Linero al final del cuento en relación con los turistas ingleses?
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