COCO - GUY DE MAUPASSANT
COCO - Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893)
En toda la zona circundante a la finca de los Lucas le llamaban «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era, sin lugar a dudas, la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger los manzanos compactos y delicados del intenso viento de la planicie, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran sopera de loza con flores azules.
Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos, estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.
Por compasión, conservaban en el fondo del establo un viejo caballo blanco que la dueña quería alimentar hasta que le llegara su muerte natural, porque ella lo había criado, lo había tenido siempre y porque le traía muchos recuerdos. Un zagal de quince años, llamado Isidore Duval, y más sencillamente, Zidore, cuidaba de este pobre inválido, durante el invierno le daba su ración de avena y su forraje y, en verano, iba cuatro veces al día a moverlo en el lugar en que lo ataban, con el fin de que tuviera siempre hierba fresca en abundancia. El animal, casi tullido, levantaba con esfuerzo sus pesadas patas, inflamadas en las rodillas e hinchadas por encima de los cascos. Su pelo, que ya no cepillaban jamás, parecía canoso y las pestañas, muy largas, daban a sus ojos una expresión triste.
Cuando Zidore lo llevaba a pastar, tenía que tirar de la soga, pues el animal se desplazaba lentamente; y el chiquillo, encorvado, jadeante, despotricaba contra él, furioso por tener que cuidar de este viejo jamelgo. La gente de la hacienda, al ver la cólera del zagal contra Coco, se divertía hablando constantemente a Zidore del animal, para enojar al muchacho. Sus amigos le hacían bromas. En el pueblo lo llamaban Coco-Zidore.
El chaval se enfurecía, sentía nacer en él el deseo de vengarse del caballo. Era un chiquillo delgado y alto, muy sucio, de cabello pelirrojo, abundante, fuerte y erizado. Parecía retrasado, hablaba tartamudeando, con gran esfuerzo, como si las ideas no hubieran podido formarse en su espíritu tardo de bruto. Desde hacía tiempo, le sorprendía que conservaran a Coco, le sublevaba ver cómo tiraban el dinero en este animal inútil. Desde el momento en que ya no trabajaba, le parecía injusto alimentarlo, creía indignante desperdiciar así la avena, avena que costaba bastante, para este jaco paralítico. E incluso, a veces, pese a las órdenes del patrón Lucas, economizaba en el pienso del animal, no echándole nada más que la mitad de la ración, ahorrando en la paja para el lecho y en el heno. Y el odio aumentaba en su espíritu confuso de niño, un odio de campesino rapaz, de campesino solapado, brutal y cobarde.
Cuando llegó el verano, tuvo que ir a mover al animal en su cota. Estaba lejos. El zagal, cada mañana más furioso, iba con paso lento a través de los trigales. Los hombres que trabajaban las tierras, como broma le gritaban: «¡Eh! Zidore, saluda de mi parte a Coco». No respondía; pero, al pasar, partía una varilla de un seto y, tras haber cambiado de sitio la atadura del viejo animal, le azotaba los jarretes. El animal intentaba huir, cocear, escapar de los golpes, y giraba al extremo de la soga como si hubiera estado encerrado en una pista. Y el chico lo golpeaba con rabia, corriendo detrás, con saña, con los dientes apretados por la ira. Luego se marchaba lentamente, sin volverse, mientras el caballo lo miraba irse con su mirada de viejo, con las costillas salientes, sofocado por haber trotado. No volvía a bajar hacia la hierba su cabeza, huesuda y blanquecina, hasta ver desaparecer a lo lejos la blusa azul del joven campesino.
Como ahora las noches eran cálidas, dejaban que Coco durmiera fuera, allá lejos, al borde de la torrentera, detrás del bosque. Zidore era el único que iba a verlo. El chiquillo se divertía lanzándole piedras. Se sentaba a diez pasos de él, sobre un talud, y permanecía allí una media hora, lanzando de vez en cuando una piedra afilada al jaco, que estaba de pie, encadenado ante su enemigo, y mirándolo sin cesar, sin atreverse a pastar antes de que se marchara.
Pero esta idea continuaba plantada en la mente del zagal: «¿Por qué alimentar a este animal que ya no hacía nada?», le parecía que este miserable jamelgo robaba el pienso a los demás, robaba el dinero a los hombres, los bienes al buen Dios, incluso le robaba a él, Zidore, que sí trabajaba. Entonces, poco a poco, cada día el chiquillo fue disminuyendo la franja de pasto que le daba avanzando la estaca de madera en la que la soga estaba fijada. El animal ayunaba, adelgazaba, languidecía. Demasiado débil para romper su amarra, tendía la cabeza hacia la alta hierba verde y brillante, tan cercana, y cuyo olor percibía sin que pudiera alcanzarla.
Una mañana a Zidore se le ocurrió una idea: no mover más a Coco. Estaba harto de ir hasta tan lejos para atender a aquella osamenta. Pero fue, no obstante, sólo para saborear su venganza. El animal, inquieto, lo miraba. Ese día no le pegó. Dio vuelta a su alrededor, con las manos en los bolsillos. Hasta fingió cambiarlo de sitio, pero volvió a introducir la estaca exactamente en el mismo sitio, y se marchó, encantado con su ocurrencia. El caballo, viéndolo marcharse, relinchó para llamarlo; pero el zagal echó a correr dejándolo solo, completamente solo en ese valle, bien atado y sin una brizna de hierba al alcance de su quijada. Hambriento, intentó alcanzar la suculenta hierba que tocaba con la punta de sus ollares. Se puso de rodillas, estirando el cuello, alargando el belfo baboso. Fue inútil. Durante todo el día, el pobre animal se agotó realizando esfuerzos inútiles, esfuerzos terribles. El hambre lo devoraba, un hambre más horrible por la visión de todo aquel verde alimento que se extendía hasta el horizonte.
El zagal no regresó ese día. Vagabundeó por los bosques buscando nidos. Reapareció al día siguiente. Coco, extenuado, se había acostado. Pero se levantó al ver al chico esperando que, al fin, lo cambiara de lugar. Pero el pequeño campesino ni siquiera tocó el taco de madera colocado en la hierba. Se acercó, miró a animal, le lanzó un gorullo de tierra que se aplastó sobre su pelo blanco y, silbando, se marchó. El caballo permaneció de pie mientras pudo divisarlo, luego, comprendiendo que sus tentativas para alcanzar la hierba cercana serían baldías, se echó de nuevo sobre un costado y cerró los ojos.
Al día siguiente Zidore no vino. Un día después, cuando se acercó a Coco que seguía tendido, se percató de que estaba muerto. Entonces permaneció de pie, contemplándolo, satisfecho de su acción, sorprendido al mismo tiempo de que todo hubiera acabado. Lo tocó con el pie, levantó una de sus patas y la dejó caer, se sentó encima y permaneció allí, con los ojos clavados en la hierba, sin pensar en nada.
Regresó a la hacienda, pero no dijo nada de lo sucedido porque quería seguir vagabundeando a las horas en las que, normalmente, iba a cambiar de sitio al animal. Fue a verlo al día siguiente: los cuervos levantaron el vuelo cuando él se acercó. Innumerables moscas se paseaban por el cadáver y zumbaban a su alrededor.
Al volver, anunció lo ocurrido. El animal era tan viejo que nadie se sorprendió. El patrón dijo a dos criados: “Cojan las palas y hagan un agujero en el lugar en donde se encuentra”. Y los hombres enterraron el caballo justo en el sitio en el que había muerto de hambre. Y la hierba brotó fuerte, verde y vigorosa, nutrida por el pobre cuerpo.
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