EL INFIERNO DE SOR JUANA - ANDRES NEUMAN


 


La noche en que la conocí, Sor Juana me explicó que todo había sido culpa de la menopausia. Pero la menopausia, objeté con pedantería, es a los cincuenta. Juana me contempló como esos curas que están a punto de castigarte y deciden absolverte. Se me quedo mirando con una sonrisa superior, invitadora, y contestó tranquilamente: tú qué vas a saber de la menopausia de las monjas, guey.


Quince minutos más tarde, Juana pagó las copas. Veintidós minutos más tarde, milagro, encontramos un taxi libre en medio del paseo de la reforma. Cuarenta y tres minutos más tarde, ella brincaba sobre mí, inmovilizándome las muñecas.

Según me confesó, Juana perdió la virginidad con un fraile rubio, una semana antes de abandonar el convento. Para ser más precisos, digamos que perdió la virginidad con seis o siete frailes, no todos ellos rubios, a los treinta y nueve años de edad. Fue, en sus propias palabras, probar apenas uno y quererlos todos, todos, todos. La repetición no es mía, sino de Juana. Así lo contaba ella, con los ojos cerrados y las piernas abiertas.

En cuanto comprendió que nunca más sería digna a los ojos del Señor (cosa que comprendió enseguida), Juana se dejó crecer el cabello, consiguió un trabajo de ayudante en una veterinaria y dedicó todo su tiempo libre (todo, todo, todo) a fornicar con hombres de cualquier edad, raza y religión. El único requisito, según advertía Juana, es que no se enamorasen de ella. Y que se lo prometieran desde el primer día. Yo ya
he estado comprometida con mi Señor, les explicaba (nos explicaba), desde los dieciocho y los treinta y nueve. Y como es imposible aspirar a entregas más altas, ahora quiere sexo, sexo, sexo. Aunque sé que por eso me voy a condenar.

Cualquiera que no se haya acostado con Juana (y reconozcamos que esa posibilidad empieza a ser remota en Ciudad de México) podría desconfiar de semejante frase: “Sé que por eso me voy a condenar”. Y la consideraría quizás una excusa beata. Pero bastaba una sola noche con ella, quizás un breve coito, para comprender hasta qué punto la afirmación de Juana era severa y transparente.

La vida sexual de Juana era mucho más que eso. Que vida, me refiero. Y de no haber sido tan entusiasta, me atrevería a añadir que se trataba justo de lo contrario, de una muerte. Con sus correspondientes, y absolutamente inevitables, resurrecciones carnales. Puedo imaginar los equívocos que esto despertará en las mentes más retorcidas. Extasis espasmódicos. Succiones insondables. Inverosímiles duraciones. Burdas acrobacias. Por Dios, por Dios, por Dios. Lo de Juana era distinto. Llano. Sin posturas incómodas. Sin técnicas orientales.

Lo de Juana era algo que nuestra civilización casi ha perdido: pura lascivia. Con sus tentaciones irrefrenables, sinceros remordimientos, y reincidencias fatales. Lo increíble era que estos ciclos, que a los demás pueden llevarnos días, meses, años, Juana los resumía en pocos minutos. Intentando una aproximación científica, digamos que la población femenina suele experimentar las fases de excitación, meseta, orgasmo y resolución. Juana en cambio padecía rubor, enajenación, arrepentimiento y recaída. Sin preámbulos. Sin demora. Como una tormenta de verano.

Desde nuestro primer encuentro en su casa, asistí boquiabierto a la liturgia que se repetiría siempre. Juana me desnudaba con brutalidad. Me mordía. Me rechazaba. Se arrancaba la ropa interior y me atraía dentro de ella. Entonces daba comienzo la parte más asombrosa, esa que termina a de capturar mis sentidos y que, de alguna forma, terminó por condenarme: Juana me hablaba. Hablaba, aullaba, rezaba, suplicaba, lloraba, reía, cantaba, daba gracias. Para hacerla ingresar en aquel trance, no hacía falta hazañas físicas de ninguna clase. Sólo había que aceptarla. La recompensa era apabullante. Entre los cientos de obscenidades bíblicas que Juana profería durante el acto, me fascinaban sobre
todo las más simples: “Me fuerzas a pecar, maldito”, “por tu cuerpo ya no tengo perdón”, “me empujas al infierno”, etcétera. Algún escéptico pensará que eran meras exclamaciones de doctrina pero a mí esas cosas me conquistaban. Soy un hombre corriente. No suelo despertar grandes pasiones. Y nunca jamás, entiéndanme, había llevado a nadie hasta el infierno.

Mi tragedia era esta: ¿cómo fornicar después de Juana? ¿Valía la pena salir de las voluptuosas llamas del Averno para acomodarse en las blanduras de un colchón cualquiera? Con ella, cada vez era un acontecimiento. Un placer deplorable. Un acto de maldad trascedente. Con las demás mujeres, el sexo era apenas sexo. Desde que conocí a Juana mis amantes esporádicas, especialmente las progresistas, me parecían tibias, previsibles, de una normalidad desesperante. Lo que hacíamos juntos no era terrible, ni atroz, ni imperdonable. Al tocarnos, ninguno de los dos perdía sus principios. Fingíamos encontrarnos para cenar.

Bromeábamos con cortesía. Nos aburríamos gratamente. Con el tiempo fui pasando de la apatía a la fobia, y llegué a detestar los gestos vacíos que intercambiaba con mis compañeras. Los comienzos precavidos. Las pequeñas contracciones. Los grititos moderados. Ya no sabía estar con nadie, nadie, nadie. La última noche que pasé en casa de Juana, ella estaba vestida como de costumbre: falda ancha y zapatos viejos. Sin peinar. Sin maquillarse. Y con la carne erizada. Cuando se arrancó la ropa y contemplé de nuevo su sexo velludo, no pude evitar besarla y
susurrarle al oído: estoy enamorado, Juana. Ella cerró los muslos de inmediato. Se ovilló en el sofá, alzó el mentón y dijo: entonces vete. Me lo dijo tan seria que ni siquiera tuve fuerzas para insistir. Además, era yo quien había incumplido su promesa. Me vestí avergonzado. Mientras cruzaba la salita poblada de crucifijos y vírgenes, oí que Juana me chistaba. Me volví esperanzado. La vi acercarse desnuda. Caminaba rápido. Se
notaba que tenía los píes fríos. Me miró a los ojos con una mezcla de rencor y compasión. No se puede ir al infierno por amor, me dijo.

Después, se apagó la luz.

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